lunes, 29 de diciembre de 2014

Capitulo 4-¿Cómo llegó Eliott al equipo amarillo?


Las últimas hojas del otoño descendían ya desde los árboles en pequeñas eses para caer con un crujido apenas perceptible en las vías del andén 2 de una estación de trenes. Vestían el color ocre de la muerte y parecían volver a la vida cuando algún tren furioso pasaba junto a ellas y las arrancaba de las vías para hacerlas volar como si de hadas se tratasen. Pero el sueño acababa pronto y muchas de ellas terminaban aplastadas y desmenuzadas, otras con suerte sobrevivían escondidas entre los raíles y esperaban, silenciosas, a algún tren que las despertara de su letargo.
Pero la vida de los demás mortales era demasiado ajetreada como para pensar en las hojas y su trágico final. Un claro ejemplo de ello era un chico que aparecía en el andén 2 corriendo más que andando, móvil en mano. Su nombre era Eliott. Se le veía agitado, nervioso, como si llegara tarde a alguna parte. Se detuvo con un salto al final de las escaleras que había terminado de subir de dos en dos y alzó la cabeza para observar el letrero donde desfilaban varias letras naranjas. Leyó: “próximo tren en 2 minutos”
Respiro hondo y se apoyó con una mano en la barandilla que rodeaba el hueco de las escaleras por donde había subido. “Justo a tiempo”, pensó para sí. Varios mechones cobrizos se le pegaban a la cara por el sudor y se los apartó frunciendo el ceño. “¿Por qué demonios hace tanto calor en noviembre?” se preguntó mientras agarraba su camiseta por delante y la sacudía para darse aire.
Fue entonces cuando reparó en que alguien le miraba desde la derecha, y eso le incomodaba. Giró la cabeza y sus ojos se encontraron con otro par de ojos. La dueña de aquella mirada del color del cielo era una chica pequeñita, enfundada en una chaqueta color crema y una bufanda roja. Recogía su largo pelo negro en una trenza enrollada en un moño alto. Varios mechones ondulados se escapaban por un lado y caían hacia delante, tapándole parcialmente un lado de la cara. Sostenía con dos manos el asa de una carpeta, o más bien de un maletín, de color negro.
Eliott se dio cuenta de que la estaba observando fijamente y desvió la mirada hacia las hojas enredadas en las vías del tren, incómodo, Metió las manos en los bolsillos y trató de hacerse el tonto, pero era muy consciente de que ella también se había dado cuenta, demasiado tarde, de que le había mirado de más.
“Otra vez ella…”, se dijo el chico, tratando de darse la vuelta y alejarse unos metros. Desde principios del curso ambos habían estado coincidiendo a la misma hora en el andén 2 de aquella estación. Coincidían como podían coincidir con otras personas, si se paraba  a pensarlo era algo perfectamente normal. Ella podría estar volviendo del colegio, o de clases extraescolares. Y él, pues tres cuartos de lo mismo. Pero se sentía incómodo cuando ella se detenía a mirarle. A decir verdad, si aquella chica nunca le hubiese mirado de ese modo jamás se habría dado cuenta siquiera de su existencia. Pero como la situación se repetía todos los días…
En esto pensaba cuando un rugido a lo lejos y la voz monótona de una grabación anunciaron que el tren efectuaba ya su parada. Se acercó al borde del andén y esperó, mientras el tren volaba frente a él y revolvía su pelo en oleadas de aire frío. En los cristales negros que pasaban a cada vez menos velocidad se vio reflejado cien veces, siempre la imagen de un chico no muy alto, en vaqueros y camiseta negra. No destacaba especialmente por encima de nadie. Era pelirrojo y por tanto un rarito. Sus ojos eran azules, pero no tan bonitos como los de…La imagen de la joven que esperaba junto a él en el andén saltó a su cabeza como un resorte y por unos instantes disfrutó recordando aquellos ojos grisáceos. Respiró hondo y sacudió la cabeza. “Ya basta, deja de pensar en eso”, se reprimió.


Pero no pudo evitar una mirada de tristeza al ver que ella se subía a un vagón distinto al suyo. Frunció el ceño y alargó la mano para presionar el botón que abría la puerta. “De todos modos qué más da, ya la veré otro día”, pensó inconscientemente. Al instante se dio cuenta de lo estúpido que sonaba aquello y apretó las manos en un puño, clavándose las uñas en las palmas. El dolor le haría olvidar.


Buscó asiento y encontró uno cerca de las puertas, y además sin nadie alrededor. Perfecto. Se sentó dejando la mochila en el asiento al lado del suyo y observó el paisaje desdibujado que volaba al otro lado del cristal. Árboles y explanadas se alargaban en manchas borrosas a medida que el tren cogía velocidad y se alejaba de la estación. No había casas en el terreno alrededor del trayecto, solo aquel fascinante paisaje. Una de las cosas que más le gustaban a Eliot de viajar en tren era precisamente la tranquilidad que traía consigo sentarse y observar el silencioso despliegue de belleza que había al otro lado del vidrio.


Suspiró y apoyó la mano en un puño. Aún faltaban varias paradas para llegar a donde tenía que bajarse, debía quedarle media hora más o menos. Llevó una mano al bolsillo del pantalón y sus dedos tantearon hasta encontrar el móvil. Lo sacó y a continuación deslizó los cascos que llevaba al cuello hasta colocarlos en las orejas. Eran negros y gorditos, con dibujos en rojo. Los conectó al móvil y a continuación deslizó el dedo para desbloquearlo y buscar la lista de canciones. Sólo cuando las guitarras eléctricas inundaron el silencio del tren decidió abrir el whatsapp. Había recibido tres mensajes, todos de Lizz. Pulsó para ver su foto de perfil y sonrió de medio lado al ver a aquella chica rubia que sonreía a la cámara de oreja a oreja. No era muy guapa, tenía la cara un tanto redonda y parecía una niña pequeña. Pero era Lizz al fin y al cabo, una de las personas más fuertes y con más valor que Eliott conocía.


Los que la conocían desde pequeña decían que había sido una niña muy distinta a la joven que era entonces. Pero lo que nunca había cambiado era su forma de mantenerse firme frente a las adversidades. Eso era lo que le había impedido hundirse tras enterarse de que tenía una enfermedad grave. Eliott recuerda que se conocieron gracias a un amigo suyo: Jake Se había empeñado en formar un grupo de música porque aseguraba tocar la guitarra como los ángeles, así que fue en busca y captura de un batería, un bajo y un cantante, y otro guitarra más ya de paso. Así fue como dio con Eliott, quien por entonces cantaba en el coro del conservatorio.


La verdad es que la idea no sonaba demasiado mal y él sabía venderlo demasiado bien. El grupo empezó como todos, en el garaje de la casa de Jake. Con letras y acompañamientos malos que poco a poco mejoraron con el tiempo. Pero gracias a su extraordinaria labia habían logrado tocar en la fiesta que hicieron tras graduarse de la ESO, en varios cumpleaños y hasta lograron un huequito en algunos locales los sábados y viernes por la noche.


“Todo iba viento en popa…”, pensó Eliott con nostalgia. Volvió a mirar la foto de Lizz, su pelo rubio recogido en una coleta alta y aquella amplia sonrisa. Eso era lo que más le había gustado de ella, su optimismo. Si el grupo se hundía allí estaba ella para subir los ánimos. Si las letras no salían era Lizz quien proponía salir a tomar el aire y descansar las mentes. Tocaba la batería, algo bastante duro y que requería fuerza en los brazos y aguante, para nunca había oído una sola queja por parte suyo. “Jamás podría aguantarme a mí misma si no soportara al resto. Siento que he nacido para hacer sonreír a los demás”, había dicho ella en una ocasión.


Eliott volvió a suspirar y leyó los mensajes que Lizz le había enviado: <<Holap, buenas tardes. Solo decirte que no podré ir al ensayo de hoy, lo siento pero no me encuentro muy bien, díselo a los demás. Pero no os preocupéis, estaré trabajando en la letra de la próxima canción, lo tengo todo controlado. Un beso>>


“Con que no podrá venir…”, pensó frunciendo el ceño, “Eso sí que es una mala noticia”. Pero lo que más le preocupaba era el estado de salud de su amiga. Era normal que se ausentara semanas alguna vez que otra, pero últimamente se estaba repitiendo demasiado a menudo. Tras su sonrisa, Eliott atisbaba tristeza y dolor. Había mucho más oculto al otro lado de la máscara que ella mostraba hacia los demás, estaba completamente seguro de ello. Pero, ¿hasta qué punto había que preocuparse?

Pulsó para escribir y se apresuró a responder al mensaje: <<cuando te encuentres bien, ¿quieres que quedemos algún día para…?>>
Sacudió la cabeza con una tímida sonrisa y lo borró enseguida sin siquiera haberlo acabado. En vez de eso contestó: <<Está bien, no te preocupes. De todos modos no creo que hoy hagamos nada. Recuperate pronto, nos vemos>>.


Se masajeó los ojos con los dedos y hundió la cabeza en las manos. Lizz significaba mucho para él, y no quería ni imaginarse qué pasaría si aquella enfermedad le arrastraba algún día a la muerte. “Si hubiera algo que hacer por ella, cualquier cosa, lo haría”, pensó Eliott para sí, “ella se merece lo mejor del mundo”.

En algún asiento, cerca de él, una niña sonrió.

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